Francisco Franco Bahamonde murió la madrugada del 20 de noviembre de 1975, pero, a ojos de los españoles, dejó de existir 50 días antes. El 1 de octubre, cientos de miles de personas se concentraron en el lugar acostumbrado para los fastos del régimen, la plaza de Oriente de Madrid, para aclamar al hombre al que consideraban su “caudillo“. Quizá por eso la RAE define hoy este término como “dictador político, generalmente militar”. Se cumplían 39 años desde que, en plena guerra civil, el general golpista fue designado como jefe del Estado por sus compañeros de armas. Pero, esta vez, el motivo principal que le llevaba al balcón del Palacio Real era otro. A punto de cumplir 83 años, aquel miércoles sería la última vez que se le vería con vida, y su imagen fue la metáfora de un régimen que se desintegraba al compás con que agonizaba su fundador.
Un doctor del llamado “equipo médico habitual” que atendió a Franco durante su agonía reveló años después que el propio dictador le había confesado aquel octubre que llevaba dos semanas sin dormir. En los meses anteriores, había recaído de la tromboflebitis que le obligó a ceder 45 días la jefatura del Estado al príncipe Juan Carlos en el verano de 1974, y se le agudizó el párkinson que sufría desde hacía años. A ese estado de decrepitud golpearon aquellos días un cúmulo de acontecimientos que parecían devolver a España a los peores momentos del aislacionismo de la posguerra. Al Palacio de El Pardo, residencia oficial de Franco, no paraban de llegar peticiones de indulto de instituciones y personalidades españolas y extranjeras para los terroristas de ETA y el FRAP condenados a muerte.
Franco salutes from the balcony of the Palacio de Oriente in his last public appearance, on October 1, 1975. / EFE
De todas ellas, fue la actitud del papa Pablo VI la que más afectó a quien siempre se consideró un “baluarte de la cristiandad” y, pese a los conflictos vividos en los últimos años, nunca quiso enfrentarse con la Iglesia. “Entre las cosas que hieren nuestro corazón pastoral, los condenados a muerte de entre los terroristas de España, cuyos actos criminales nosotros también deploramos, pero que quisiéramos redimidos por una justicia que sepa afirmarse magnánima en la clemencia“. El Papa rogó en público tres veces a Franco que detuviese los que serían sus últimos fusilamientos y, a las cuatro de la madrugada del día de las ejecuciones, intentó una última y desesperada comunicación con él. Pero el dictador había ordenado que no se le despertase bajo ningún concepto.
A esa misma hora, la embajada de España en Lisboa ya había sido incendiada y destruida por la ola de ira que se desató en varias capitales europeas por los crímenes del régimen. Representaciones diplomáticas, oficinas de turismo y delegaciones de Iberia fueron atacadas en Londres, París, Roma y otras ciudades de un continente que, aquel fin de semana, se convirtió en una inmensa manifestación antifranquista. 16 países europeos y Canadá retiraron a sus embajadores, la Comunidad Económica Europea suspendió las negociaciones de adhesión y el presidente de México pidió a la ONU la expulsión de España, la ruptura de relaciones diplomáticas y el aislamiento comercial y de comunicaciones. En paralelo, las tropas del Sáhara español estaban siendo hostigadas desde Argelia y, sobre todo, desde Marruecos, en una escalada de ataques, atentados, sabotajes y secuestros que amenazaba con convertirse en una guerra colonial.

Franco, in his last speech in the Plaza de Oriente, on October 1, 1975, together with Juan Carlos, in ‘El francismo. A graphic story’. / EFE
En este crispado clima político llegó el “acto de afirmación patriótica” del 1 de octubre. Con voz temblorosa y casi inaudible y un deterioro físico evidente, Franco azuzó el compendio de fantasmas de la dictadura para la que sería, sin saberlo, su despedida pública: “Todo lo que en España y en Europa se ha armado obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”. Detrás suyo, el príncipe Juan Carlos y los dirigentes más afectos del Movimiento Nacional, el partido único que había sustentado la vida política del país desde el final de la guerra, pero que ahora se deshilachaba. Y enfrente, según el régimen, un millón de personas en una plaza donde cálculos posteriores demostraron que solo caben 170.000.
Aquella jornada también daría nombre a una nueva organización terrorista, los GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre), que, mientras la multitud entonaba el himno falangista ‘Cara al sol’ y el grito de moda de “¡Al paredón!”, abatía a tiros en Madrid a cuatro policías que vigilaban sucursales de bancos, rematando a uno de ellos a culatazos.

Francisco Franco, with his wife, Carmen Polo, at a military event, on October 4, 2025 / REUTERS
Franco aún presidiría dos actos más, pero los españoles no lo verían hasta décadas más tarde. El 4 de octubre celebró su santo con un evento castrense con el que el régimen quiso impostar una unidad militar que tampoco existía desde la irrupción de la Unión Militar Democrática (UMD). Y el 12, en el acto del Día de la Hispanidad, sufrió un enfriamiento que iba a desencadenar el proceso que le llevaría a la muerte.
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