No queda ni fe en el milagro. El Real Zaragoza se muere y nadie hace nada por evitarlo. El déficit de calidad lo condena. No solo abajo, en el campo, donde es un perdedor, sino arriba, en el palco, donde también lo es un club que, como el equipo, permanece inerte en el suelo. Ya no late el corazón de un alma en pena . Escuchen bien: el Real Zaragoza se muere. Y lo peor es que parece asumido ya por todos. Eso es lo más grave. Suena el réquiem a todo volumen y hay quien no entiende el significado.
Se va el Zaragoza, nuestro Zaragoza. Ese que han destrozado entre unos y otros. Ese que nos hizo felices y del que nos sentíamos tan orgullosos. El mismo que nos hizo soñar cuando fuimos los mejores. Aquel que coleccionaba víctimas ilustres y títulos. Cierren los ojos y retengan aquellos recuerdos gloriosos como el tesoro más preciado porque cuando los abran volverán a esa miserable realidad en la que han convertido a uno de los clubs más prestigiosos de este país y al que representa a la cuarta ciudad de España. No, el Zaragoza no es esto, sino aquello. Este es un perdedor, un impostor, una inversión errada, sin más. Un moribundo entrando en el camposanto.
El Zaragoza, este Zaragoza, no merece lucir ese escudo sagrado. Ni en camisetas ni en solapas de americana. La deshonra se extiende al mismo ritmo que se pierden las constantes vitales de un equipo que nunca gana. Ni con un entrenador ni con otro. Ni con unos jugadores ni con otros. Ni con los de aquí ni con los de allá. Ni fuera ni en casa, o lo que sea este Ibercaja Estadio al que desde el club se señaló como el escenario del ansiado ascenso y que, salvo que Jorge convenza a alguien allá arriba para que obre el milagro, será el que acoja la mayor vergüenza y el fracaso más grande en la historia de esta bendita entidad a la que no reconoce ni la madre que la parió.
Cinco derrotas seguidas, seis goles en doce partidos y ni una alegría como local lo tiñen todo de negro. A siete puntos de la salvación se sitúa ya este Zaragoza más falso que un billete de seis euros y que ha obligado a su gente a entender cada partido de su equipo como un acto de fe. Esta vez mejoró, sí, pero cuidado con conceder demasiado mérito a la evolución porque el listón estaba tan bajo como la moral de un aficionado que se niega a aceptar lo que está viendo. Porque en su mente no cabe semejante déficit de calidad. Y es que el Zaragoza perdió porque no le marca a nadie y también fue peor en las áreas que el Dépor, que tiene un futbolista, Yeremay, y algún otro más, con más calidad en un dedo del pie que toda la plantilla zaragocista junta. No se engañen. Pasó lo mismo con los cuatro recién ascendidos. Todos ellos se pasaron por la piedra a un conjunto aragonés al que, seguramente, no se le puede achacar falta de actitud. Y eso es lo peor. Que no hay más. El Zaragoza, pase lo que pase, contra once, diez o nueve, es su peor enemigo, su gran rival.
Pero el Real Zaragoza, el verdadero, no admite ni traidores, ni cobardes. Se impone seguir en pie mientras quede sangre en ese corazón maltrecho. Dejarlo morir será como matarlo
Así que, mientras se prepara el epitafio, solo queda rezar. A este paso, la muerte será rápida, pero este sufrimiento es insoportable. Pero el Real Zaragoza, el verdadero, no admite ni traidores, ni cobardes. Se impone seguir en pie mientras quede sangre en ese corazón maltrecho. Dejarlo morir será como matarlo.
