Ganó el Real Zaragoza porque creyó más en la victoria. Porque quiso vivir y porque entendió el envite como lo que era: una final en toda regla. Respira, que no es poco, un equipo blanquillo que sigue en la uci pero con una leve mejoría que, en caso de continuar, podría otorgarle cierta esperanza de no quedar desahuciado. Está vivo el Zaragoza porque no se dejó morir y escapó de ese victimismo que su entrenador censuró a voz en grito tras la ridícula caída en Granada y se creyó capaz, al fin, de ganar un puñetero partido. Eso, ni más ni menos, es lo que hizo el Zaragoza: cumplir con su obligación, lo que no lleva haciendo en todo este curso marcado por la infamia. Una victoria al fin, la primera en el Ibercaja Estadio, para reducir a seis la renta con la salvación y para aportar una dosis extra de fe a un zaragocismo que se gana el cielo cada vez que respira. Se merece la afición una alegría entre tanta congoja y vergüenza y poder dormir al menos una noche.
Ganó el Zaragoza porque fue mejor que un Huesca al que el nuevo técnico, lejos de dotarle de aire nuevo, apenas cambió. Y, si lo hizo, fue para mal. Porque Bolo fue sometido por Sellés en una primera parte en la que el Zaragoza fue superior en lo que debe serlo un equipo en toda final que se precie: en energía, intensidad, fe y actitud. El Zaragoza del primer cuarto de hora fue un huracán, un equipo rebosante de vida. El Huesca, en cambio, renunciaba a todo, sobre todo, a sí mismo para enfundarse en ese victimismo señalado por Sellés como el principal causante de todos los males que azotan a un Zaragoza que derrochó solidaridad, entrega y sacrificio, ingredientes esenciales en cualquier tratamiento destinado a evitar una muerte segura.
El miedo, ese que se metía hasta las entrañas en los aledaños del estadio antes del partido, presidió el duelo. Lo tuvo el Huesca, en cantidades industriales, al principio, se repartió después a partes iguales entre ambos contendientes y acabó inundando a los locales cuando tocó defender la renta con uñas y dientes al final y en inferioridad numérica. Ese temor a lo conocido, a volver a fracasar, a desterrar del todo esa esperanza a la que se aferran los creyentes irredentos. Esa fe a la que entregarse cuando todo parece perdido y no hay elementos tangibles sobre los que encender un vela destinada a salvar una causa tan perdida como lo parecía un Real Zaragoza inmerso de lleno en la peor crisis de su historia que amenaza con sacarle del fútbol profesional.
Honor
Así, con la muerte en los talones y con Sellés en la sala de espera del patíbulo, el equipo blanquillo sacó, al fin, el león que lleva dentro. Ese que luce imponente en un escudo vejado y maltratado desde hace demasiado tiempo y al que se impone honrar hasta que quede aire en los pulmones y sangre en el corazón. Es lo mínimo que se le debe exigir a un equipo de fútbol: dignidad, honor y, en caso de caer, hacerlo con la cabeza alta, el puño cerrado y sangre en el ojo como muestras de rebelión. Y el Zaragoza, esta vez sí, demostró que no quiere morir. Por eso ganó y porque el Huesca afrontó el duelo con la cabeza gacha y una actitud impropia de lo mucho que estaba en juego.
El repaso inicial a Bolo por parte de Sellés, cuya principal virtud es, sin duda, su acertado planteamiento de los partidos, marcó el camino a seguir. El Zaragoza, sustentado sobre conceptos claros, concisos y sencillos, corría más y mejor, con un derroche físico, sobre todo en una gran presión tan pérdida, que maniataba a un Huesca al que le llovían sopapos por todos los lados tan poderosos como el misil que Aguirregabiria mandó a la escuadra para hacer justicia y situar al Zaragoza, de nuevo, ante el espejo. Como en Granada, los blanquillos volvían a adelantarse pronto. La cuestión era saber si se había aprendido la lección. Y, esta vez, el equipo no dio un paso atrás, o siete, y dio continuidad al plan establecido a expensas de saber hasta cuándo iba a poder aguantar semejante desgaste físico. Le costó a Sellés escuchar el sobrealiento de los suyos y tuvo que ser la grada la que se lo señalara a voz en grito.
Cuando el Huesca quiso reaccionar, ya era tarde. Bolo sacó entonces toda la artillería y se adueñó del balón, pero el Zaragoza, aun con diez, supo sufrir para aferrarse a la vida y quitarse de encima ese insoportable hedor a muerto que inundó el vestuario tras caer en Granada y del que debería desprenderse cuanto antes un Huesca que precisa de atención urgente.
Vive el Zaragoza y sobrevive Sellés, que, esta vez sí, dio pie con Bolo. El duelo en los banquillos se saldó con un claro vencedor, lo que permite al valenciano acabar con una nefasta racha de ocho derrotas seguidas en Liga entre Inglaterra y España y ganar tiempo y crédito. Falta le hacen ambas cosas. A él y a un Zaragoza por el que, de momento, han dejado de doblar las campanas.
Via: The Aragon Newspaper
